Al agua pato!

Bien sabido es que, en nuestro país, cuando la nave tiene un problema lo suficientemente grave como para que ingrese a la tierra (generalmente a un varadero o astillero), ella escapa de nuestro gobierno y pasa a depender de una especie particular que ha sido casi totalmente afectada por el «Mal del Sauce», epidemia que asoló impiadosamente, en fecha coincidente con el nacimiento de los barcos, todas las zonas cercanas al agua y afectó al 99 % de las personas dedicadas a transitar con asiduidad por esas zonas (hay estadísticas oficiales de la C.N.E.).
Este «mal», de características muy paradójicas y extrañas, es una especie de adicción que produce, a quienes han adquirido la enfermedad, una particular sensación de bienestar y bonhomía despreocupada que se percibe fácilmente en los rostros, el andar pausado y la sonrisa bonachona. Síntomas perfectamente definidos por la ciencia náutica y que se van acentuando a medida que el «mal» avanza.
Es claro e insoslayable que una de esas personas es la que se hará cargo de la nave.
Contrapuntísticamente quienes tienen tipología de navegantes y permanecen cierto tiempo (nunca es poco) cerca de ellos pasan a ser portadores activos de los virus antagónicos del «mal», cuando éstos son rechazados por el organismo de los infectados.
Estos navegantes portadores activos no corren ningún peligro de adquirir la enfermedad pero los antivirus (aprovechando, muchas veces, la baja en las defensas económicas) producen cambios en el carácter, sensaciones de permeabilidad e impotencia y un vuelco hacia creencias esotéricas que pueden terminar en el suicidio o asesinato
No es fácil determinar el grado de afección ni el tipo de virus que padece el adicto, ya que no se ha podido determinar la vía de contagio inicial. Muchos suponen que cada patrón convive con el virus en su barco y que, éste, los disemina en el mismo instante de dejar el agua contagiando a quien está a su lado y no está inmunizado.
Las especies que se han podido detectar de este, todavía misterioso, «mal» o adicción, también llamado «Síndrome de Salguero»*, son dos; la más benigna, cuyo virus se desarrolla en las hojas del «Salix Alba»*, se presenta solamente en forma de hojas lanceoladas y finas y puede considerarse acotado solamente a su aspecto de hierba.
Las consecuencias más graves se han detectado en los poseídos por el virus que habita en el sauce llorón. Esta especie alberga, en sus células vivas, el más terrible flagelo naval existente hasta nuestros días y, tanto es así, que sus antiguos descubridores lo denominaron «Blanco de Babilonia»* y también, probablemente por los efectos alucinógenos extremos que provoca, «Desmayo»*.
Para colmo, se está planteando la doctrina de la biogénesis* que convertiría a los afectados, por esta variedad, en seres legalmente inimputables.
Imagínese que le puede pasar si le toca recibir los antivirus de una persona infectada, adicta o afectada por el virus residente en la «Blanco de Babilonia» o «Desmayo». Las consecuencias para usted pueden ser las opuestas al delirium tremens, un sueño prolongado o un estado de vida latente de duración indeterminada.
En los pocos momentos en que el «mal» se ausenta, los infectados, probablemente, se dediquen al trabajo que les solvente la adquisición de brebajes curativos que les permitan mantener contentos a sus virus, que ellos llaman «Divinus Salicaniu»*, para que no abandonen sus cuerpos y los sigan proveyendo de la sensación de karma místico que se evidencia en la mayoría de los afectados.
Y aquí, también, el navegante portador activo recibirá la antítesis, lo opuesto, lo antagónico a su condición o merecimiento. La nave que erogó todo o gran parte de la retribución que, en teoría, merecía los esfuerzos del infectado, se convierte en objeto de culto y se transforma en una especie de moai de la isla de Pascua que no debe ser tocado, pasando a ser un elemento de contemplación del ahus (santuario- geogr. aquí; leasé varadero o astillero).
Allí, además de ornamentar los templos de estas atávicas sectas y ser testigo de nuevas ingenuas donaciones, pasa a ser parte del paisaje terrestre, pierde su condición de artefacto flotante y, en la memoria de todos quienes lo materializaban como nave, se va esfumando lentamente y se transforma en algo intangible que no se sabe si se va a ver nuevamente o va a desaparecer.