El símbolo de los navegantes

Seguramente, y más aún en esta época de las imágenes, usted habrá visto infinidad de símbolos que ocupan remeras, autos, camperas y hasta pieles propias, de seres que tratan de evidenciar sus inclinaciones, sus adhesiones o su personalidad, imprimiendo sobre las partes exteriores de sus prendas o de sus cuerpos, figuras o animales que su poseedor cree que tienen algo que ver con él.
Así las señoritas se tatúan en sus cuerpos hipocampos, serpientes, arañas, mariposas, florcitas, estrellitas o alguna otra imagen que, de acuerdo a su personal saber y entender exterioricen lo que sienten o tienen adentro.
La ropa es menos elegible, ya que, generalmente las gráficas están regidas por el merchandising de las multinacionales y su variación pasa por decidir a quien hacer publicidad.
Los vagos prefieren mostrar sus simpatías futboleras masivamente, en menos número la
NBA y los más high o exóticos, marcas de autos polenta, gente que tenga que ver con alguna especie de arte o mensajes ecológicos que, si no es un regalo, demuestran una faceta sensible del usuario.
Ultimamente han aparecido remeras con algunos motivos náuticos, fundamentalmente relacionados con costas o lugares paradisíacos o nobles que, casi siempre, las compran quienes tienen fantasías sin horizontes y límites terrenales muy acotados y que, por supuesto, no saben de que se trata ni entienden lo que dicen porque está escrito en otro idioma.
Paradójicamente, esta gente que, tal vez, nunca estuvo sobre el agua ni a bordo de un barco elige imágenes de mares infinitos y lugares casi inalcanzables, exteriorizando su visión lanzada allende los mares a bordo de naves que, con su sola figura, comunican situaciones ubicadas muy lejos de la tierra.
Pero el símbolo náutico por excelencia, el que desde siempre ha precedido la testa de los marinos antológicos y ha identificado a los héroes de las batallas navales, ha sido el ancla.
De acuerdo a los rangos, especialidades, naves, regiones, tradiciones, pretensiones o posibilidades el ancla es azul, negra, plateada, dorada o de plata u oro y, seguramente, habrá con piedras preciosas engarzadas. Tendrán una cadena, cabos, sol, escudos de armas, de regiones o países; armas, palomas, alas… y, en algunos casos, se apela a un segundo instrumento que, al entrecruzarse con la primera, exige que ambas estén inclinadas. Se puede pensar que el gestor de esta variante haya sido uno de los que cree que la figura del ancla vertical trae mala suerte y, tal vez sea esta misma razón la que hace que al ancla, a pesar de ser femenina, se la nombre “el “ o “un”.
El caso principal, y además el tema que justificó todo este desarrollo, es que el ancla es la antítesis de la navegación. Un barco inmóvil no navega.
De todos los elementos que constituyen la maniobra de un barco, el único que lo inmoviliza y lo liga a la tierra es el ancla. Desde alta mar a un rumbo que devuelve a la nave a su medio más antinatural y al hombre a su habitat, podemos trazar un imaginario derrotero de elementos o situaciones; ancla, fondeo, muelle, puerto, varadero. Y en cualquiera de estas situaciones, y desde la inicial y más leve propiciada por el ancla, el barco no navega.
Seguramente el hombre ante la inseguridad de su frágil existencia, al decir de Walt Whitman, busca auxilio debajo de la suela de sus zapatos; cosa que, materializada, es perfectamente posible en cualquier lugar sólido de la tierra pero imposible encontrándose sobre el agua.
El hombre, después de ser pez, pisó la tierra, se acostumbró a ella y se hizo terrícola. Cuando vuelve a su antiguo elemento, a pesar de su decisión de surcarlo, es como si no quisiera cortar el cordón umbilical que lo une al cuerpo que lo cobija proporcionándole seguridad, y el único elemento que lo une a la tierra es el ancla.
Pareciera que la posibilidad de tener fantasías implica estar lo más alejado posible de la realidad.